viernes, 25 de septiembre de 2015

La elegancia en el último adiós

Es bastante probable que cualquier persona que tenga mi edad haya acudido al cementerio en más de una ocasión a despedir a un familiar o un amigo. No he de dar demasiadas explicaciones para que entendamos que son momentos especialmente duros para algunos, incluso dramáticos para otros, porque es como una especie de despedida final de alguien a quien queremos.

Y hay muchos tipos de despedidas, pero yo guardo una profunda huella en mi corazón de aquellas a las que llamo las despedidas elegantes.


Aunque en muchas ocasiones la muerte acontezca como un fenómeno natural, propio de una avanzada edad y, por tanto, a nadie sorprende, no por ello deja de ser menos sentida. Si bien es cierto que cuando asistimos a fallecimientos precoces, accidentales o en circunstancias dramáticas, la carga emotiva que se expresa en el mismo suele ser mayor.

Tal vez alguna persona se sorprenda cuando lea que he tenido la suerte de acompañar a algunas personas hasta ese punto final.

Y digo suerte porque son momentos con un alto potencial para el aprendizaje y para la maduración personal, a condición, claro está, que sepamos aprovecharlos; pues a la luz de la muerte todos los demás asuntos palidecen y cada cuestión perturbadora parece que recobra su dimensión apropiada.
Cada vez que evoco en mi memoria el recuerdo de algunas de estas personas, además de emocionarme, me embarga un intenso y profundo agradecimiento por todo lo que dieron en vida y por la elegancia insuperable con la que afrontaron su despedida.

Recuerdo palabras de alguno de ellos, “no tengo miedo a morirme, sólo que me da coraje irme tan pronto porque después de tanto tiempo he encontrado mi camino”, me decía una querida amiga, días antes de su fallecimiento.

“Sé que voy a morir pronto, pero mientras me quede vida voy a disfrutar de todo lo que me rodea”, decía otra persona.

Un amigo del alma, en estado terminal, dos días antes de fallecer, se levantó de la cama al saber que estábamos en su casa tras volver de Myammar, nos saludó cariñosamente, se disculpó por su necesidad de volver a acostarse, y serenamente dijo: “hay que organizar pronto una reunión con los amigos – ¿una reunión para qué?, le pregunté yo- porque tenéis que contarme muchas cosas de vuestros viajes, hay mucho que comentar”. Ni una sola queja, ni un sólo reproche, sólo cariño y amabilidad.

Otra amiga falleció mientras tranquilizaba a todos los que se encontraban a su lado explicándoles lo feliz que había sido en los últimos años de su vida, a pesar de lo grave de su enfermedad, y que se iba en paz para continuar su camino.
En estos momentos próximos a la muerte no hay trampa ni cartón. Son instantes en los que mostramos lo que realmente somos, sin máscaras ni tapujos. Es el momento en el que, necesariamente, nos mostramos auténticos.

Podría seguir relatando muchos más casos que me vienen a la memoria, pero no es cuestión de hacer una larga lista, sino de expresar mi profundo agradecimiento a estos auténticos maestros por todo lo que fueron capaces de enseñar en tan delicados momentos.

Siempre he apreciado mucho la elegancia. Ojo, digo elegancia, no cursilería. Y a estas alturas de mi vida pienso que hay un a elegancia muy superior a la que podemos mostrar en la vida, y es la elegancia que mostraremos en nuestra última despedida.

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